Viviendo en el Paraíso

Era el día entré de llenó en la treintena, decidí aceptar mi primer contrato indefinido para irme a Hawaii a trabajar de astrónoma. Nada más ni nada menos que para los observatorios W. M. Keck. Hacía poco menos de un mes había estado allí para la entrevista presencial, he de admitir que fue como un viaje a otro mundo o a un sitio muy lejano: me levanté a las 3 de la mañana para no perder mi vuelo desde Tucson, que me dejaría a las 2 de la tarde en Kona, la capital turística de la Isla Grande de Hawaii. Llegar a un sitio con tantas horas de avión en la espalda siempre le da al lugar de destino un tono de irrealidad: la agradable temperatura al bajarse del avión, la brisa marina, la lava que aún se veía reciente. Mentiría si dijera que en mi decisión de irme a vivir a Hawaii no influyeron los paisajes, el mar con un azul cristalino que no había visto en mi vida y la calidez de la gente que conocí. Definitivamente, por mucho que Hawaii lleve varias décadas siendo el estado número 50 de EE. UU., nada tenía que ver con lo que me había encontrado en Mainland (el EE. UU. continental). 

Me mudé a Hawaii a principios de 2019, impresionada por cada uno de los paisajes que Hawaii ofrece, y con muchas esperanzas de que mi trabajo en el observatorio fuera el trabajo de mi vida. Lo primero que más me impresionó (negativamente), fue cuando miré los precios de los alquileres en Waimea, donde tenía que vivir para evitarme al menos 30 min de conducir por las apretadas y serpenteantes carreteras hawaiianas llenas de cabras y cerdos salvales. Resumiendo, no había prácticamente nada por menos de 2000 $. A menos que quieras vivir en un garaje. Sí, hasta los garajes se alquilan para vivir en Hawaii. El segundo susto me lo llevé cuando fui al supermercado y comprobé que el precio de la gran mayoría de productos se duplicaba con respecto al resto de EE. UU. Por ejemplo, el galón de leche (4 litros), que me valía 3$ en Tucson, está a 7$ en Hawaii. O sea que para mí solita, nunca pagaba menos de 100 $ de compra semanal.

En seguida me di también cuenta de que las cosas pasan muy temprano en Hawaii. Debe ser por eso de tener 6 h menos con la costa este de EE. UU., y 12 h menos con España. En lo primero que lo observé fue en los horarios de la piscina perteneciente al colegio privado más caro de Hawaii (40.000 $ al año de matrícula), que abrían de 5:45 a 7:00 de la mañana para que la “comunidad” fuera a nadar. Y lo peor es que según parece siempre están todos los cupos llenos. Menos mal que también había un grupo a mediodía… aunque desapareció con el confinamiento. Después observé también que los vecinos salían a las 5 de la mañana a trabajar. No porque nunca me haya levantado a esa hora, sino más bien aquellos días que mis observadores de MOSFIRE, HIRES o LRIS, el instrumento al que me tocara dar soporte esa noche, me han llamado pidiendo ayuda un poco antes de esa hora… ¿y quién es capaz de irse a dormir después de haber despertado al cerebro para arreglar algún problema urgente de un instrumento en medio de la noche…? Pues yo no.

Viviendo en Hawaii tuve que despedirme también de mis amadas clases de danza del vientre (hasta que llegaron las clases virtuales con el confinamiento). Sólo había encontrado un par de profesoras que daban clases en Kona, a una hora en coche de Waimea, y yo sólo podía ir en fin de semana y si no tenía soporte en el telescopio. Con lo cuál al final era muy difícil encontrar el día y la energía para ir. Además teniendo en cuenta que el galón de gasolina estaba a 4$ (también el doble que en el resto de EE. UU.), mejor me lo pensaba bien. 

A cambio de todo esto tenía el paraíso, que podía disfrutar todos los fines de semana que no estaba por la noche de soporte en el telescopio. Las playas en la Kohala coast son las mejores. Playas de arena blanca, con agua realmente TRANSPARENTE. Si vas a nadar por la mañana es cuando mejor se ve el coral, las tortugas marinas, los peces de colores… y si tienes suerte algún tiburoncillo también. En los casi 2 años que viví allí, hubo al menos un par de ataques de tiburones en la isla. Tenía que elegir entre levantarme para estar a las 5:45 de la mañana en la piscina o ir a nadar entre tiburones… tentador. 

Si tengo que recordar un periodo que nunca olvidaré, es cuando en protesta por la construcción inminente del TMT (Thirty Meter Telescope o Telescopio de 30 m), varias decenas de hawaiianos nativos, incluyendo Kupuna (ancianos) y Keiki (niños), cortaron la carretera de acceso a Mauna Kea, la montaña de 4200 m que corona la isla grande de Hawaii, y diosa hawaiiana, donde están todos los telescopios en la Isla Grande de Hawaii. A esas varias de decenas de personas se unieron otras de todo el mundo que vinieron a apoyar la causa de los nativos llegando a ser miles de personas y dio lugar al movimiento We are Maunakea (Somos Maunakea), que dio lugar incluso a canciones que podías oír en las barbacoas hawaiianas. Solamente este tema me llevaría el resto del blog de hoy, así si quieres saber más sobre lo que pasó, aquí te dejo un par de webs[1]. El caso es que los observatorios estuvieron cerrados durante un mes, y de repente los astrónomos de la isla estábamos, lo quisiéramos o no, en el lado de los malos.

Si hay algo que me llamó la atención, es la separación tan grande que había entre hawaiianos nativos y haoles (blancos, no hawaiianos), desde le punto de vista cultural, por supuesto, pero también a qué escuelas van los niños, a qué playas van, en qué trabajan… yo vivía en un barrio de hawaiianos nativos. Me gustaba ver cómo los niños seguían jugando en la calle todas las tardes aunque lloviera, como solía hacer yo en mi infancia, los vecinos organizaban barbacoas que duraban todo el día e invitaban a 20 amigos, los domingos la gente iba a cazar y se traía a las presas (casi siempre cabras o cerdos salvajes) en la parte de atrás de una ranchera, o también iban a pescar y traían pescados de 1 m, y los gatos de los vecinos eran prácticamente comunales: estaban por la calle y solían saludar a los vecinos. Especialmente Oreo

Mi suerte en Hawaii fue conocer a dos parejas de La Palma, una argentina y otra mezcla madrileña-americana, que se convirtieron en la familia hawaiiana. Sin olvidar por supuesto a las amigas y compañeras de trabajo con las que tan buenas migas he hecho. Si algo he aprendido con tanto viajar por el mundo, es que casi en cualquier sitio a donde vas, puedes encontrar almas gemelas.


[1] https://www.puuhuluhulu.com (en inglés)

https://elpais.com/elpais/2019/07/17/ciencia/1563379750_189461.html (en español)

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