Familia en el lejano oeste
La primera vez que subió en avión, mi madre tenía 49 años. Fue aquel mayo de 2014 en el que, tras varios meses presionando a mis padres (especialmente a mi padre) por Skype cada domingo, conseguí que aceptaran comprarse unos billetes para venir, junto con mi hermana, a visitarme a Heidelberg.
Unos cuantos años habían pasado ya desde aquello. A finales de 2017, y bajo unas circunstancias muy diferentes, mi madre y mi hermana se disponían a cruzar el charco y casi todo EE. UU. para venir a verme a Tucson durante las vacaciones de Navidad. Las pobres se esperaban llegar a la primavera en enero con un sol radiante y 25 placenteros graditos, y sin embargo Tucson las recibió con una noche de lluvia, donde el abrigo no estorbaba, sino que era más bien necesario. Menos mal que, como les había dicho, se trajeron desde el abrigo y los guantes hasta el bañador.
Después de un par de días recuperándose del jet lag, salimos de Tucson en mi super Hunday Elantra de 2005 y con mi Nikon D300 nueva para hacer un tour por el lejano oeste. Salimos en un día soleado hacia Sedona, nuestra primera parada. Sedona es un pueblo pequeño, que vive principalmente del turismo. Sedona tiene un paisaje muy peculiar con macizos de roca estratificada en diferentes colores: naranja, marrón oscuro y claro, formados probablemente debido a la erosión del viento. Estas rocas dibujan formas muy variopintas: una campana, una catedral… También existe un tipo de “turismo” en Sedona en el que hay gente que la visita porque dicen que es un “votex de energía” y viene genial para eso de la “auto-exploración”… Mi madre a priori no parecía muy encantada con el paisaje. Más bien según ella allí no había más que “cuatro riscos”. Creo que tanto vórtex nos estaba mareando.

Nuestra segunda parada en el camino fue el parque nacional del Gran Cañon del Colorado. Conforme íbamos viajando hacia el norte, empezábamos a subir en altitud. Antes de llegar a Flagstaff empezamos a ver nieve en las montañas… eso hizo saltar en mi mente las señales de alarma: ¡ostras, nieve! Creo que no llevo ruedas de nieve ni cadenas… un par de horas más tarde llegamos a Tusayán, un pueblo muy pequeño al lado del parque del Gran Cañón. Cuando nos bajamos del coche para dejar las maletas en el hotel nos dimos cuenta de que el viento más bien cortaba la respiración, pero la ilusión de ver el Gran Cañón nos hizo no pensar mucho en ello. Recorrimos los escasos kilómetros que separaban el hotel del parque del Gran Cañón, y aparcamos cuanto antes, intentando no atropellar a ningún turista por el camino, porque ya estábamos deseando bajarnos del coche. Nos dirigimos a buen paso hacia uno de los balcones desde los que se pueden ver los 800 m de profundidad del Gran Cañón. Por fin, mi madre y mi hermana se quedaron alucinadas. En los primeros 10m nos hicimos como 200 fotos, olvidándonos de que aún nos quedaban por andar al menos un par de kilómetros a lo largo del Cañón y ni siquiera nos habíamos preocupado de llevarnos un sándwich para comer. Así que fuimos a pelearnos con otros cuantos turistas para comprar un sándwich y nos sentamos al sol a comérnoslo. Hacía sol, pero hacía mucho viento, lo que reducía mucho la sensación térmica. Según mi madre, “llevaba sin pasar tanto frío desde la última vez que fui a sembrar ajos”. De repente vemos que un par de cuervos, con el plumaje bastante brillante y bien hermosos (creo que cada día le roban el sándwich a un par de turistas), que se acercan sigilosamente hacia nosotras, picoteando en el camino restos de comida. Mi madre ahí si empezó a acordarse de los muertos de todos los pajarracos del mundo y nos empezó a meter prisa para que nos acabáramos el sándwich y nos fuéramos a ver lo que quedaba. Seguimos andando y tomando fotos por el borde del Gran Cañón, nos cruzamos con algún que otro paisano, y mientras la tarde se fue estropeando: empezó a nublarse, el viento soplaba mucho, hacía frío y nosotras estábamos lejos del coche. Después de caminar media hora hasta una para de autobús del parque, la espera se nos hizo eterna. Por fin vino el bus, y nos fuimos corriendo al coche para volver cuanto antes al hotel. Una vez en el hotel mi madre se metió a la ducha caliente en cuanto llegó, y después no paraba de quejarse de los “barrigazos”[1]que le hacen dar sus hijas y que con tanto viento se le iba a caer a cachos la piel de la cara. Después de las respectivas duchas nos fuimos a cenar. Con aquél frío horrible, se nos ocurrió cruzar la carretera para buscar un sitio al otro lado. Creo que no he pasado más frío en mi vida. Al menos la cena mereció la pena, eso sí.



Al día siguiente, después de una buena noche de descanso, subimos la persiana y ¡sorpresa!, ¡NIEVE! Había como 10 cm de nieve y fuera hacía -6 maravillosos grados. Ahí fue cuando empecé a entrar en pánico con dos cosas: primera, ¿va a arrancar mi pobre coche ahora? segunda, como haya mucha nieve en la carretera nos quedamos en el bendito Tusayán hasta que le dé la gana de irse la nieve. Afortunadamente, con un poco de ayuda, el coche arrancó. Para ir a nuestro siguiente destino, Page, había que pasar por la carretera que bordeaba el Gran Cañón, y por la que no pasa la quitanieves. ¡Ay mami! Aun así, previo aprovisionamiento de comida y gasolina en la Circle K de turno, decidimos comenzar el viaje. Efectivamente la carretera estaba llena de nieve y hielo. Al principio de la carretera había un mirador hacia el Gran Cañón, y teníamos que parar para hacer la mítica foto del Gran Cañón con nieve aunque se nos cayera la nariz por el frío. Después de eso, seguimos el camino. No recuerdo ninguna otra vez, salvo haciendo el examen del carnet de conducir, en el que haya conducido con tanta tensión. El coche se embalaba en cada pequeña cuesta abajo, y cada curva tenía más peligro que una piraña en un bidet. Pero a la media hora ya habíamos salido de la carretera del parque, entrando en otra carretera más amplia por la que sí había pasado la quitanieves. Poco a poco dejó de haber nieve. Y justo después de la hora de comer llegamos a Page. Haciendo la primera parada en Horseschoe bend, una parte del río Colorado con forma de herradura muy bonito. Llegábamos justo para ver el atardecer. Pero eso pensaron otros turistas también. Incluso nos costó encontrar parking. Para llegar a Horseschoe bend hay que caminar unos 15 min por un camino de tierra muy fina que salpica para todos lados. También hacía viento y frío. Mi madre iba acordándose de todos los turistas que al pasar levantaban la arena: “¡de verdad que hemos venido a dar barrigazos!”, no paraba de decir. No dijo lo mismo cuando llegamos al Horseschoe bend. Aunque sí se escandalizó bastante al ver a algunos turistas intentar hacerse la foto en la roca más al borde del cañón: “¡verás como se van a ver con la cara estampá en el fondo del cañón!”. De ahí, justo antes del atardecer, nos fuimos al buscar nuestro hostal para hacer el ritual de todas las noches y tomarnos una buena cena.


Al día siguiente, y penúltimo de la excursión, fuimos a ver el Cañón del Antílope. Unas cuevas cavadas en la tierra por el paso del agua cuando llueve torrencialmente. La cueva dibuja unas curvas extraordinarias en el interior por las que la luz se desliza haciendo formas caprichosas. Para ir a la cueva norte, nos llevaron en unas rancheras tapadas con un toldo que dejaba pasar todo el aire frío del invierno. La guía de la tribu de los Navajos nos iba contando historias de la cueva, cómo se formó y nos decía dónde hacer fotos bonitas. La pena fue que la luz del invierno, a esas horas especialmente, no era la mejor para hacer fotos, aunque a mi cámara nueva no hay nada que se le resista.

Esa misma tarde a la vuelta de la excursión salimos hacia nuestro destino final: el Monument Valley, en la frontera entre el estado de Arizona y de Utah. Si alguna vez has visto películas de vaqueros, ya sabes a lo que me refiero. Es un valle muy extenso de rocas marrón claras que hacen forma de sombrero de copa. Gracias nuevamente a la erosión del viento. Desafortunadamente llegamos ya de noche a nuestro hotel con vistas al valle, con lo cual no pudimos más que cenar y meternos en la cama. Cuando me despierto mi hermana estaba tomando fotos desde el balcón a la impresionante vista del valle. Desayunamos corriendo, y salimos para ver el resto, antes de emprender el camino de vuelta a Tucson. Una imagen vale más que mil palabras, así que os dejo con la foto.


De vuelta a Tucson, aprovechamos los últimos días antes de que mi madre y mi hermana tuvieran que volverse a Europa para tristeza mía. Pero así es la vida. No volvería a verlas hasta el verano.
[1]Dar barrigazos significa pasar fatigas, manchego profundo.