Una manchega como niña y mujer en la ciencia
En los años 90, cuando yo hacía mis cursos de primaria, nadie me enseñó la palabra feminismo. Sería porque aún no era una palabra común en el vocabulario de aquel lugar de La Mancha de cuyo nombre, hoy en día, me acuerdo demasiadas veces.
La primavera en la que descubrí la existencia de la astronomía como ciencia (corría el año 1996) nunca me planteé si esa mi nueva inquietud era “algo de hombres” o “de mujeres”. Sí que recuerdo, sin embargo, que la portada de aquel tema de Conocimiento del Medio en el que por primera vez oí hablar de los planetas, del Sistema Solar y del Universo tenía el dibujo de un astrónomo (hombre), mayor, con canas y pelo a lo Einstein que trabajaba en la soledad de la noche con su telescopio. Obviamente, no era consciente del mensaje subliminar que aquel libro que pretendía educarme me estaba enviando. No fue hasta mi pre-adolescencia que empecé a darme cuenta de que a los chicos y a las chicas se nos exigía y se esperaba de nosotros cosas diferentes, simplemente porque “así había sido toda la vida”. Las diferencias empezaban en mi casa: mi padre trabajaba en el campo durante todo el año, y cuando llegaba a casa por la tarde se daba una ducha y se iba a tomar algo con los amigos. Mi madre era ama de casa, todo el día preparando comidas, haciendo lavadoras y limpiando. Vamos, al servicio de la familia sin cobrar un duro. Durante el verano, mi madre también trabajaba en el campo, pero a diferencia de mi padre, al llegar a casa de trabajar, además le tocaba hacer las tareas domésticas básicas para que al menos hubiera algo que comer al día siguiente y tuviéramos ropa limpia. A mi hermana y a mí, a partir de cierta edad, también se nos empezó a exigir ayudar en las tareas domésticas de la casa, para “ser mujeres apañadas cuando fuéramos mayores”. No hay cosa peor vista en un pueblo, incluso hoy, que una mujer que no sepa hacer como dios manda las tareas del hogar… o no sepa cocinar. Eso tampoco nos libraba de tener que ayudar también en el campo durante los veranos… mientras, en el colegio, los niños y las niñas empezaban a mostrar sus tendencias en cuanto a gustos por sus trabajos futuros: las niñas, cantantes, modelos, bailarinas… los niños, futbolistas, camioneros, alguno quería dedicarse al campo como su padre… y luego estábamos las raras: había una compañera que quería dedicarse a la política, y yo, que quería dedicarme a la astronomía. Éramos las empollonas. También había uno o dos chicos que sacaban muy buenas notas, pero ellos eran los inteligentes, no los empollones.
Durante el instituto, empecé a darme cuenta de que las chicas que como yo querían estudiar algo de ciencias en la Universidad eran bastante pocas, cada vez menos, conforme avanzábamos en los cursos de la secundaria. Los dos últimos años, durante el bachillerato, yo por supuesto estaba en la clase de ciencias, en la que éramos probablemente un 30% de chicas, ¡ni tan mal! Pero siempre existía el mismo prejuicio: los chicos que sacaban buenas notas eran inteligentes, las chicas éramos empollonas. El mensaje obvio era que los brillantes son ellos, y si nosotras queremos estar a su nivel, teníamos que trabajar el doble.
En el 2005 empecé la licenciatura en físicas, como todo el mundo me decía, “una carrera de chicos”. “Vas a estar rodeada de tíos muy inteligentes y muy frikis todo el rato”. La realidad que me encontré durante mi primer año en la facultad de C.C. Físicas de la Complutense de Madrid, era más o menos esa: efectivamente la mayoría hombres, como 70%, casi siempre, la mayor nota de la clase la sacaba un hombre. Pero también observé que aquellos que se pasaban más de 8 o 9 años estudiando la carrera (oficialmente de 5 años) también eran hombres. Más adelante, cuando empecé la especialidad de astrofísica, la cantidad de chicas aumentó, ¡éramos el 40%! Eso, por cierto, le encantaba al catedrático que nos “enseñaba” Astrofísica Extragaláctica y Cosmología: le encantaba hacer preguntas en clase, intentando un poco asustar y a veces ridiculizar a su audiencia, sobre todo a las mujeres. Incluso un día llegó a contar en clase como “historia divertida”, como a su mujer, también astrofísica, le quitaron una beca en Inglaterra porque acababa de dar a luz a su primer hijo “¡JAJAJAJAJA!”. Se reía él sólo. Mientras, los demás lo mirábamos con cara de póker. A este hombre también le encantaba llamar a gente (de uno en uno) “para discutir los problemas de la asignatura” en su oficina… yo no tenía problema en hacer eso en general, de hecho era algo que me gustaba hacer. El único problema, es que este hombre tenía dos denuncias por acoso sexual… Y años después de eso, ahí seguía dando clase. Pero, ¿qué opciones tenía? O iba a su oficina o tenía el suspenso garantizado… Recuerdo la primera vez que fui a “discutir” los problemas a su oficina. Llegué a su despacho, la puerta estaba abierta. Le dije, “hola profesor, vengo a discutir los problemas de la semana pasada…” El vino hacia la puerta, me dejó entrar, y cerró la puerta detrás de mí. Siendo sincera, tenía un susto de muerte en el cuerpo, y no era por los problemas de extragaláctica… Media hora más tarde, acabamos de hablar de los problemas. Yo le di las gracias deseando marcharme de allí. Llego a la puerta. Intento abrir… ¡no se abría! ¡estaba encerrada en aquella oficina con aquél hombre! Sudores fríos… al ver que no podía abrir, él se acercó hacía mí, agarró la puerta, y la abrió. Yo debía tener cara de pánico. Salí de allí dándole las gracias y a toda prisa… ¡menudo mal trago!
Un par de años más tarde, me fui a hacer mi doctorado al instituto Max Planck de astronomía a Heidelberg (Alemania). La proporción de mujeres era más bien pequeña, entre un 20 y 30%, de ellas la mayoría eran de fuera de Alemania. De ellas, la gran gran mayoría dejaron la ciencia después del doctorado. Y no las culpo. En una sociedad que desde pequeña te ha dicho por activa y por pasiva que lo que espera de ti es, sobre todo, que seas una buena madre, prometiéndote con ello la felicidad eterna, parece muy arriesgado decidirse a hacer en general varios postdocs, cambiando de país, ciudad, casa, amigos y compañeros cada 2 o 3 años, para luego quizá con suerte y mucho trabajo, algún día, conseguir una plaza fija en la Universidad del país donde Cristo perdió el gorro.

Ahora que sigo avanzando en mi carrera, sigo estando rodeada de hombres. Aquí en Tucson, en mi grupo de investigación de unas 10-15 personas (dependiendo de la época del año), soy la única mujer haciendo ciencia. Hasta el año pasado éramos dos. El ambiente, y la vida que de alguna manera te impone el ser científico/a, no ayuda, a: 1/ a que las niñas/mujeres nos interesemos por la ciencia, y 2/ que una vez en ella, decidamos seguir adelante durante mucho más allá de un doctorado. Es verdad que la manera en que funciona la academia o la ciencia está muy mal hecho (en mi opinión): básicamente utiliza mucha mano de obra barata (doctorandos y postdocs), para hacer ciencia durante unos años, pero luego no hay suficientes plazas de profesores o investigadores para ellos. Conclusión, el 90% de las personas que hacen un doctorado dejan la investigación antes o después. Esto quizá sea lo mejor dentro de un sistema capitalista de ciencia, hipercompetitivo y que intenta maximizar el número de publicaciones a toda costa, aunque no sean extremadamente novedosas. Sin embargo, ¿de verdad para el avance de la ciencia lo mejor es maximizar el número de publicaciones a toda costa?
Aún así, no es únicamente la manera en que la academia está diseñada la culpable de la escasez de mujeres en ciencia, de hecho, la razón principal es la educación. Las niñas son educadas de una manera y los niños de otra. Las niñas son educadas para que sean sumisas, serviciales, buenas chicas y se preocupen por ser bonitas. Los chicos para que sean aventureros, competitivos y miren por ellos mismos. El día que la educación sea igual para niños y niñas, el día que tanto unos como otros jueguen con los mismos juguetes, y un color no identifique a unos sí y a otros no (entre muchas otras cosas), disminuiremos las brechas salariales entre hombres y mujeres, los malos tratos, acabaremos con el techo de cristal, las violaciones y tantas otras lacras sociales que las mujeres tenemos que aguantar en pleno siglo XXI por el mero hecho de haber nacido mujeres.
La educación como dices…pero lleva mucho tiempo. Y además la generación de nuestras madres todavía han sido machistas (involuntariamente, en general) como para diferenciar dentro de la casa las tareas que asignaban a unos y otras.
Y creo que, desgraciadamente, avanzamos en muchas cosas, pero en otras vamos para atrás en los temas de igualdad. Desde determinados sectores se siguen relativizando cosas, apoyando otras con base en una supuesta «libertad de elección», etc…Y no se dan cuenta que en el siglo XXI, la revolución o es femenina o no es…
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Totalmente de acuerdo. Sólo espero que poco a poco las cosas vayan cambiando… al menos de la generación de mi madre a esta las cosas han cambiado bastante. La única manera es seguir empujando…
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